Recuerdo la primera vez que fui a Colera. Había oído hablar sobre Colera a varias personas y todas volvían a lo mismo, un verano sin Colera no es un verano. Y al terminar aquel verano así lo sentía yo también.
Y es que cuando generación tras generación la gente vuelve es por algo. Colera es un lugar que sin pretensiones te cautiva. Cuando regresas el verano siguiente es parecido a volver a ver a un buen amigo después de mucho tiempo. Lo que tiene Colera no es tangible. Es un sentimiento.
El Mont-Mercè ofrece lo mismo que Colera. Y es que el secreto está en las personas y en la localización, no en el wifi de 1.000 megas, ni en el servicio de habitaciones o en la gente cool. La gente más cool son el grupo de abuelitas que se sientan cada tarde a darse la brasa las unas a las otras ante la atenta mirada de Enric y Albert, ya que entre ellas está su madre, Mercè.
Estos dos hermanos llevan toda la vida haciéndose cargo del hostal y el restaurante junto con la incansable Sara, la mujer de Enric. Entre los tres han creado un lugar en el que vuelves a lo básico. Atrás queda el 4G, el whats app y el ruido de la ciudad. Con una cervecita bien fresquita y unas olivas lo único que debería acompañar son el mar, que queda a tan solo 10 pasos, y el buen tiempo. Y para que engañarnos un poquito de tramuntana que no falte.
Abren sus puertas por Semana Santa, y en verano desde finales de junio hasta los últimos días de Septiembre, cuando se celebra la fiesta del pueblo, que mejor no perdérsela porque las abuelitas que estaban tomando té en la terraza del Mont-Mercè se pasan al cava y eso es una estampa digna de ver.